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viernes, 13 de diciembre de 2013

La piedra barco (infancia perdida)


  
  RECUERDOS DE INFANCIA - Playita de Santa María




 Caminaba cabizbajo, la mente en blanco; no quería pensar en nada; empezaba a recuperarme de la única enfermedad que no obedece a dictámenes médicos: el mal de amores, al cual sólo el tiempo cura. El murmullo del mar sonaba a lo lejos, elevé la vista allá donde la raya del cielo se confunde con el océano, concentrándome en la música del oleaje al golpear las rocas: siempre había sido como un bálsamo que me relajaba. Al poco vinieron a mi mente aquellas mañanas veraniegas cuando a medio camino entre Cádiz y San Fernando, visitaba una pequeña playa encajonada entre dos remotas almadrabas. Fluye fácil la memoria, los recuerdos de tantos y diferentes momentos de mi vida, todos con algo en común, el mar, van aflorando.
Una leve sonrisa se reflejó en mi rostro al recordar lo maravillosa que podían ser cuando la que nos llevaba era la hermana mayor de Bienve (mi vecino y mejor amigo), a la que a veces desbordabánseles por la pieza baja de su bikini algunos matojos de pelos rebeldes a los que yo, a veces con disimulo y otras descaradamente, miraba asombrado y siempre provocando acusadoras y traicioneras erecciones infantiles que me hacían enrojecer obligándome a huir a esconderlas en el agua.
Por los vericuetos de mi memoria siempre discurre el mar, diríase que como en Cádiz, todos los caminos a él conducen. El mar de los días de rabona en la Piedra Barco, con las olas embravecidas embistiendo su proa y la espuma hervorosa esparciendo su olor a algas, su sabor a historia, mitos y leyendas por su casco. El mar de los días de vacaciones en la, nefastamente destruída por la inoperancia de los políticos, Playita de las Mujeres (antiguo corralón de una antigua y desaparacida plaza de toros y del matadero de la ciudad), donde restos de las posibles murallas de Gades, sepultadas por el mal, protegían el paso de las olas favoreciendo la formación de charcas y lagunillas en las que raramente sobrepasaba el pecho de un crío la profundidad de sus aguas. La mar que se tragaba a mi padre, marino de guerra, dejándome sólo eso: un padre. El mar de mi languidez reflejada en sus aguas, rumiando mi amargura, maldiciendo el momento en que me habían subyugado aquellos ojos, aquellos ojos azul mar que me golpearon el corazón, aquellos ojos venidos de la vecina Sevilla y que me hicieron el adolescente más feliz de la Victoria, pero que como no podía ser de otra forma, al regresar a su lugar de procedencia me dejaron triste y lloroso, por primera vez en mi vida, el resto de aquel verano.
Al llegar al final del paseo noté correr el sudor por mi frente y decidí tomar algo. Dirigíme al Bar T. situado en las cercanías. Una vez dentro del establecimiento oí como una camarera comentaba algo a una de sus compañeras. No se porqué pero sentí una curiosidad imperiosa de conocer a la dueña de aquella peculiar voz. No tardó la suerte en complacer mi curiosidad: era, la muchacha, de estatura media y algo rellenita aunque de figura esbelta, una vez se hubo dado la vuelta pude observar, recreándome, los dos preciosos cachetitos que remataban su trasero respingón.
Estaba contemplando a hurtadillas sus profundos ojos negros, su nariz delgada en la que una leve impefección remataba su enigmática belleza; su boca bien dibujada y su justo y magnifico pecho mientras pensaba lo agradable que podria ser sentir el roce de sus voluptuosos labios en mis oídos susurrándome palabras de amor cuando un seco " qué desea el caballero" me sacó con un sobresalto de mis maquinaciones, quedándome hipnotizado ante sus ojos. ! Bien sabe Dios lo que hubiera deseado decirla ¡ "Besar tus labios, acariciar tu cara", pero la cordura manejó los hilos de mi boca, cual marioneta, soltando un desagradable " un Havana con naranja, por favor"
Una vez en la calle no pude dejar de pensar en ella, la otra, aquella cuya herida, si bien ya sanada, aún funcionaba como un antídoto ante cualquier posible recaída. Así, decidí no hacer nada, no mover un solo músculo de mi imaginación para entablar conversación con ella, con X. Seria un amor platónico; sin engaños, celos ni disputas. Nunca estaría con ella pero, por contra, quedaría libre de sufrimiento. Había decidido que ninguna mujer volvería a hacerme daño.
Eso afirmaba, pero a los pocos días mis pasos volvieron a caminar en su busca. Temía que mi mirada furtiva fuese descubierta, delatándome. Sentía que la fuerza de mi corazón se imponía al muro elevado por mi cerebro y , como comprobé que para ella yo no ofrecía ningún interés, decidí hacerme fuerte y dejar de acudir a aquella droga en que X se estaba convirtiendo.
Nunca sabrá que alguien, insignificante, fue capaz de hacer lo indecible por ella, incluso sacrificarse a no volver a verla jamás.

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Poco tiempo después, en un papelera recóndita, aparecieron unos imperfectos pero sinceros versos, a los que X, movida por su intuición, relacionó con aquel extraño cliente que tanto la miraba y a quién hubiera querido conocer.


 Melancolía

                                                                                             
Cuando contemplo tus ojos
 de azabache, risueños, tu mirada
 me inflige una cierta congoja
 congoja de no poder sentirte en mis brazos:
 porque te amo. Te amo a tí y a todo lo que eres.
 Te amo como se ama al amor:
 sin estridencias, sin exigencias.
 Te amo porque sí, porque te amo.
 Cuando te miro no me importa nada,
 nada me importa lo que piensas,
 ni tan siquiera tu indeferencia
 o si se trasluce mi pasión,
 pues al no ser un amor interesado
 no me hace daño lo que sientas;
 yo, tan solo, te amo...y ya está:
 a nadie hago daño y a nadie,
 pienso, le deba importar.