Caminaba cabizbajo, la mente en blanco; no quería pensar en
nada; empezaba a recuperarme de la única enfermedad que no obedece a
dictámenes médicos: el mal de amores, al cual sólo el tiempo cura. El
murmullo del mar sonaba a lo lejos, elevé la vista allá donde la raya
del cielo se confunde con el océano, concentrándome en la música del
oleaje al golpear las rocas: siempre había sido como un bálsamo que me
relajaba. Al poco vinieron a mi mente aquellas mañanas veraniegas cuando
a medio camino entre Cádiz y San Fernando, visitaba una pequeña playa
encajonada entre dos remotas almadrabas. Fluye fácil la memoria, los
recuerdos de tantos y diferentes momentos de mi vida, todos con algo en
común, el mar, van aflorando.
Una leve sonrisa se
reflejó en mi rostro al recordar lo maravillosa que podían ser cuando
la que nos llevaba era la hermana mayor de Bienve (mi vecino y mejor
amigo), a la que a veces desbordabánseles por la pieza baja de su bikini
algunos matojos de pelos rebeldes a los que yo, a veces con disimulo y
otras descaradamente, miraba asombrado y siempre provocando acusadoras y
traicioneras erecciones infantiles que me hacían enrojecer obligándome a
huir a esconderlas en el agua.
Por los
vericuetos de mi memoria siempre discurre el mar, diríase que como en
Cádiz, todos los caminos a él conducen. El mar de los días de rabona en
la Piedra Barco, con las olas embravecidas embistiendo su proa y la
espuma hervorosa esparciendo su olor a algas, su sabor a historia, mitos
y leyendas por su casco. El mar de los días de vacaciones en la,
nefastamente destruída por la inoperancia de los políticos, Playita de
las Mujeres (antiguo corralón de una antigua y desaparacida plaza de
toros y del matadero de la ciudad), donde restos de las posibles
murallas de Gades, sepultadas por el mal, protegían el paso de las olas
favoreciendo la formación de charcas y lagunillas en las que raramente
sobrepasaba el pecho de un crío la profundidad de sus aguas. La mar que
se tragaba a mi padre, marino de guerra, dejándome sólo eso: un padre.
El mar de mi languidez reflejada en sus aguas, rumiando mi amargura,
maldiciendo el momento en que me habían subyugado aquellos ojos,
aquellos ojos azul mar que me golpearon el corazón, aquellos ojos
venidos de la vecina Sevilla y que me hicieron el adolescente más feliz
de la Victoria, pero que como no podía ser de otra forma, al regresar a
su lugar de procedencia me dejaron triste y lloroso, por primera vez en
mi vida, el resto de aquel verano.
Al llegar al
final del paseo noté correr el sudor por mi frente y decidí tomar algo.
Dirigíme al Bar T. situado en las cercanías. Una vez dentro del
establecimiento oí como una camarera comentaba algo a una de sus
compañeras. No se porqué pero sentí una curiosidad imperiosa de conocer a
la dueña de aquella peculiar voz. No tardó la suerte en complacer mi
curiosidad: era, la muchacha, de estatura media y algo rellenita aunque
de figura esbelta, una vez se hubo dado la vuelta pude observar,
recreándome, los dos preciosos cachetitos que remataban su trasero
respingón.
Estaba contemplando a hurtadillas sus
profundos ojos negros, su nariz delgada en la que una leve impefección
remataba su enigmática belleza; su boca bien dibujada y su justo y
magnifico pecho mientras pensaba lo agradable que podria ser sentir el
roce de sus voluptuosos labios en mis oídos susurrándome palabras de
amor cuando un seco " qué desea el caballero" me sacó con un sobresalto
de mis maquinaciones, quedándome hipnotizado ante sus ojos. ! Bien sabe
Dios lo que hubiera deseado decirla ¡ "Besar tus labios, acariciar tu
cara", pero la cordura manejó los hilos de mi boca, cual marioneta,
soltando un desagradable " un Havana con naranja, por favor"
Una
vez en la calle no pude dejar de pensar en ella, la otra, aquella cuya
herida, si bien ya sanada, aún funcionaba como un antídoto ante
cualquier posible recaída. Así, decidí no hacer nada, no mover un solo
músculo de mi imaginación para entablar conversación con ella, con X.
Seria un amor platónico; sin engaños, celos ni disputas. Nunca estaría
con ella pero, por contra, quedaría libre de sufrimiento. Había decidido
que ninguna mujer volvería a hacerme daño.
Eso
afirmaba, pero a los pocos días mis pasos volvieron a caminar en su
busca. Temía que mi mirada furtiva fuese descubierta, delatándome.
Sentía que la fuerza de mi corazón se imponía al muro elevado por mi
cerebro y , como comprobé que para ella yo no ofrecía ningún interés,
decidí hacerme fuerte y dejar de acudir a aquella droga en que X se
estaba convirtiendo.
Nunca sabrá que alguien,
insignificante, fue capaz de hacer lo indecible por ella, incluso
sacrificarse a no volver a verla jamás.
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Poco
tiempo después, en un papelera recóndita, aparecieron unos imperfectos
pero sinceros versos, a los que X, movida por su intuición, relacionó
con aquel extraño cliente que tanto la miraba y a quién hubiera querido
conocer.
Melancolía
Cuando contemplo tus ojos
de azabache, risueños, tu mirada
de azabache, risueños, tu mirada
me inflige una cierta congoja
congoja de no poder sentirte en mis brazos:
congoja de no poder sentirte en mis brazos:
porque te amo. Te amo a tí y a todo lo que eres.
Te amo como se ama al amor:
sin estridencias, sin exigencias.
Te amo porque sí, porque te amo.
Cuando te miro no me importa nada,
nada me importa lo que piensas,
ni tan siquiera tu indeferencia
o si se trasluce mi pasión,
pues al no ser un amor interesado
no me hace daño lo que sientas;
yo, tan solo, te amo...y ya está:
a nadie hago daño y a nadie,
pienso, le deba importar.